Una vez más, como todos los años, nos reunimos para conmemorar el 24 de marzo, para recordar la fecha fatídica de 1976 en que la espiral de violencia que azotaba al país terminó de convertirse, definitivamente, en el imperio del terrorismo de Estado y la transformación en norma de gobierno de todas las violaciones a los derechos humanos habidas y por haber.
El régimen instalado en esa fecha pretextó un estado de insurgencia para derrocar un gobierno que, más allá de sus defectos, e incluso más allá de que las violaciones a los derechos humanos se iniciaron durante su vigencia, seguía siendo el último hilo que vinculaba la institucionalidad del país con la soberanía popular y por lo tanto era infinitamente más legítimo que la negra noche que lo sucedió.
Ni existía esa insurgencia, ni ese gobierno derrocado iba a durar mucho más: en pocos meses habría elecciones, y con toda seguridad iba a ser reemplazado.
Pero lo que se deseaba no era combatir a quienes, equivocadamente, habían desoído los llamados a deponer las armas antes de que se produjera la contrarrevolución. Esos compatriotas, en aras de un ideal que se puede compartir o no, se hundieron en una trágica confrontación desigual con lo que no era sino una versión renacida del viejo ejército mitrista, experto en asesinatos, violaciones, muerte de prisioneros en condiciones atroces, aplicación de torturas, ladrón y saqueador.
Pero no fueron ellos las únicas víctimas de la masacre espeluznante y horrible. Las tropas que la perpetraron fueron instruidas por agentes de potencias colonialistas entre las que sabemos positivamente que estuvieron al menos Francia y Estados Unidos. Pero perfeccionaron los métodos aprendidos, llevándolos a un grado de horror pocas veces visto en la historia de la humanidad. Pero no fue ese, como bien señaló Rodolfo Walsh en su Carta a los Tres Comandantes (cuya difusión le costó la vida), el peor de los crímenes de esa conducción militar gorila.
El peor de los crímenes fue la destrucción, el arrasamiento, la demolición sistemática y puntillosa, de las bases mismas de la relativamente alta independencia y soberanía económica, política y social que había alcanzado la Argentina en el ciclo abierto el 17 de octubre de 1945, y que los golpistas de 1955 y fusiladores de 1956 no habían logrado cerrar.
El objetivo de los militares de ese momento fue servir al interés de civiles denodadamente dispuestos a ponerle fin a las aspiraciones de industrialización, la autonomía económica, la justicia social, la independencia cultural y la vocación latinoamericana del pueblo argentino. Ellas se arraigaban, todas, en la potente clase trabajadora que había promovido la industrialización junto al aparato del Estado bajo el comando de Juan Perón.
Muerto Perón, había llegado el momento de matar a esa clase trabajadora, aunque más no fuera al precio de destrozar el país entero.
Muchos motivos hacen que esa fecha empezara algo que sus promotores (y principales beneficiarios) civiles deseaban eterno pero finalmente terminó, sin embargo. El principal fue la sorda, dura, violenta a veces pero siempre pertinaz y cada vez más masiva resistencia de las masas argentinas. En una gesta que todavía no tiene quien la escriba, las masas lograron romper el ciclo mortal de liquidación de la industria y endeudamiento en un largo trayecto de combates que estallaron finalmente en la liquidación de la continuidad republicana del régimen dictatorial el 19 y 20 de diciembre de 2001.
Fue gracias a ese alzamiento que las clases sociales que patrocinaron, sostuvieron, apoyaron, brindaron cuadros y defendieron en el exterior el régimen de violación de los derechos humanos del terrorismo de Estado se vieron obligadas a retroceder, después de haber dominado tras bambalinas todo el período del vasallaje republicano que nace con las elecciones de 1983 y muere en diciembre de 2001.
Desde que el Dr. Néstor Kirchner (y luego su compañera Cristina Fernández de Kirchner) asumieron la presidencia de la Nación, hemos dado gigantescos saltos para salir del infierno en que estábamos hundidos.
Quedan, sin embargo, los más difíciles, justo cuando a los mismos que hicieron el golpe de Estado de 1976 les parece posible recuperar las palancas del poder a través del Ingeniero Mauricio Macri o algún clon de su zorruna personalidad. Porque aún no se le ha puesto el cascabel al gato.
Las viejas fuerzas del atraso y la miseria están al acecho, y alzan su cabeza con creciente impunidad y descaro. Desde la Embajada de los Estados Unidos, donde un legado imperial se da aires de nuevo Spruille Braden hasta las cenas de recolección de fondos de los mismos que incineran su documentación (y hacen arder diez argentinos) en los depósitos de una empresa imperialista experta en eliminar pruebas de delitos, toda la vieja oligarquía y los nuevos sátrapas de la economía concentrada y financierizada preparan su contragolpe.
Que, no lo dudemos ni por un instante, querrá ser más definitivo todavía que la felonía inconcebible que cometió el gran traidor Carlos Saúl Menem apenas asumió el poder.
Compatriotas, las violaciones a los derechos humanos empiezan siempre con la violación del primero de todos los derechos: el derecho a tener una patria digna que nos de buen cobijo a todos los que la construimos día tras día.
La mejor manera de conmemorar el 24 de marzo de 1976 es juramentarnos para que la cuestión de las violaciones cometidas se resuelva impidiendo las que piensan cometer.
El régimen instalado en esa fecha pretextó un estado de insurgencia para derrocar un gobierno que, más allá de sus defectos, e incluso más allá de que las violaciones a los derechos humanos se iniciaron durante su vigencia, seguía siendo el último hilo que vinculaba la institucionalidad del país con la soberanía popular y por lo tanto era infinitamente más legítimo que la negra noche que lo sucedió.
Ni existía esa insurgencia, ni ese gobierno derrocado iba a durar mucho más: en pocos meses habría elecciones, y con toda seguridad iba a ser reemplazado.
Pero lo que se deseaba no era combatir a quienes, equivocadamente, habían desoído los llamados a deponer las armas antes de que se produjera la contrarrevolución. Esos compatriotas, en aras de un ideal que se puede compartir o no, se hundieron en una trágica confrontación desigual con lo que no era sino una versión renacida del viejo ejército mitrista, experto en asesinatos, violaciones, muerte de prisioneros en condiciones atroces, aplicación de torturas, ladrón y saqueador.
Pero no fueron ellos las únicas víctimas de la masacre espeluznante y horrible. Las tropas que la perpetraron fueron instruidas por agentes de potencias colonialistas entre las que sabemos positivamente que estuvieron al menos Francia y Estados Unidos. Pero perfeccionaron los métodos aprendidos, llevándolos a un grado de horror pocas veces visto en la historia de la humanidad. Pero no fue ese, como bien señaló Rodolfo Walsh en su Carta a los Tres Comandantes (cuya difusión le costó la vida), el peor de los crímenes de esa conducción militar gorila.
El peor de los crímenes fue la destrucción, el arrasamiento, la demolición sistemática y puntillosa, de las bases mismas de la relativamente alta independencia y soberanía económica, política y social que había alcanzado la Argentina en el ciclo abierto el 17 de octubre de 1945, y que los golpistas de 1955 y fusiladores de 1956 no habían logrado cerrar.
El objetivo de los militares de ese momento fue servir al interés de civiles denodadamente dispuestos a ponerle fin a las aspiraciones de industrialización, la autonomía económica, la justicia social, la independencia cultural y la vocación latinoamericana del pueblo argentino. Ellas se arraigaban, todas, en la potente clase trabajadora que había promovido la industrialización junto al aparato del Estado bajo el comando de Juan Perón.
Muerto Perón, había llegado el momento de matar a esa clase trabajadora, aunque más no fuera al precio de destrozar el país entero.
Muchos motivos hacen que esa fecha empezara algo que sus promotores (y principales beneficiarios) civiles deseaban eterno pero finalmente terminó, sin embargo. El principal fue la sorda, dura, violenta a veces pero siempre pertinaz y cada vez más masiva resistencia de las masas argentinas. En una gesta que todavía no tiene quien la escriba, las masas lograron romper el ciclo mortal de liquidación de la industria y endeudamiento en un largo trayecto de combates que estallaron finalmente en la liquidación de la continuidad republicana del régimen dictatorial el 19 y 20 de diciembre de 2001.
Fue gracias a ese alzamiento que las clases sociales que patrocinaron, sostuvieron, apoyaron, brindaron cuadros y defendieron en el exterior el régimen de violación de los derechos humanos del terrorismo de Estado se vieron obligadas a retroceder, después de haber dominado tras bambalinas todo el período del vasallaje republicano que nace con las elecciones de 1983 y muere en diciembre de 2001.
Desde que el Dr. Néstor Kirchner (y luego su compañera Cristina Fernández de Kirchner) asumieron la presidencia de la Nación, hemos dado gigantescos saltos para salir del infierno en que estábamos hundidos.
Quedan, sin embargo, los más difíciles, justo cuando a los mismos que hicieron el golpe de Estado de 1976 les parece posible recuperar las palancas del poder a través del Ingeniero Mauricio Macri o algún clon de su zorruna personalidad. Porque aún no se le ha puesto el cascabel al gato.
Las viejas fuerzas del atraso y la miseria están al acecho, y alzan su cabeza con creciente impunidad y descaro. Desde la Embajada de los Estados Unidos, donde un legado imperial se da aires de nuevo Spruille Braden hasta las cenas de recolección de fondos de los mismos que incineran su documentación (y hacen arder diez argentinos) en los depósitos de una empresa imperialista experta en eliminar pruebas de delitos, toda la vieja oligarquía y los nuevos sátrapas de la economía concentrada y financierizada preparan su contragolpe.
Que, no lo dudemos ni por un instante, querrá ser más definitivo todavía que la felonía inconcebible que cometió el gran traidor Carlos Saúl Menem apenas asumió el poder.
Compatriotas, las violaciones a los derechos humanos empiezan siempre con la violación del primero de todos los derechos: el derecho a tener una patria digna que nos de buen cobijo a todos los que la construimos día tras día.
La mejor manera de conmemorar el 24 de marzo de 1976 es juramentarnos para que la cuestión de las violaciones cometidas se resuelva impidiendo las que piensan cometer.
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