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Jorge Abelardo Ramos: Revolución y deserción

Este artículo ha sido escrito por el ensayista y militante de la Izquierda Nacional, el cordobés Roberto Ferrero, autor de de más de una decena de libros de historia y política y miembro de la Academia de la Historia de la Provincia de Córdoba. En el mismo Ferrero analiza la trayectoria y la acción política de Jorge Abelardo Ramos y reflexiona sobre su postrera incorporación al partido Justicialista encabezado entonces por Carlos Menem. 

El artículo fue publicado originalmente por el Centro de Estudios para la Emancipación Nacional “Alfredo Terzaga” (CEPEN - AT), en Córdoba el 2 de octubre de 2004.


JORGE ABELARDO RAMOS: REVOLUCIÓN Y DESERCIÓN

Hoy, al cumplirse diez años de la desaparición de Jorge Abelardo Ramos (1921-1994), contabilizo en mi correo una catarata de escritos de recordación del “Colorado”, la mayor parte de ellos, panegíricos y hasta hagiográficos. Como hombre del mismo palo y de cercano conocimiento desde la juventud, quisiera agregar algunos aspectos a los que ya se han ofrecido en esas páginas laudatorias.

Sus datos biográficos son por todos conocidos: nacido en un barrio de Buenos Aires, hijo y nieto de anarquistas, dirigente juvenil de este signo en el secundario, descubrió más tarde el trotskismo y militó con sus fieles contra la Segunda Guerra Mundial y el régimen conservador. En 1946 apoyó al peronismo y tres años después publicó “América Latina, un país”, su libro iniciático con el cual incluyó por primera vez el ideario unitarista de los Libertadores en la perspectiva del marxismo criollo. Fundó revistas –“Octubre”, “Política”, “Izquierda Nacional”...- editoriales y partidos. Creó el Partido Socialista de la Revolución Nacional, el Partido Socialista de la Izquierda Nacional y finalmente el Frente de Izquierda Popular (FIP), trasmutado en los años posteriores en Movimiento Popular de Liberación (MPL). Escribió libros trascendentales y –sobre todo- renovó el pensamiento político uniendo en una síntesis original los elementos que venían divorciados: lo nacional con lo socialista y utilizando como una herramienta de interpretación rigurosa de la realidad el concepto de distinción entre paises oprimidos y paises opresores, siempre “en la huella,/siguiendo una estrella”, como dice Horacio Guarany en “Guitarras de Medianoche”.

Conocemos esto y otras facetas de la personalidad de Ramos. Yo quiero agregar algunas que conocí de cerca. Por ejemplo, la de orador y la de impulsor generoso. Alguien que sabía lo que decía –creo que Groussac, pero no lo aseguro- escribió que “el orador vive de la improvisación; el escritor muere de ella.” Vale decir: casi ningún gran escritor es buen tribuno y viceversa. Esa es la regla que nos revelan los hechos. Así Alem, extraordinario orador de barricada, y Lisandro de la Torre, no menos grande en el Parlamento, eran bastante modestos en su expresión escrita. Y grandes escritores como el propio Groussac, Joaquín V. González, Arturo Frondizi o Gabriel del Mazo, no se destacaban por sus dotes oratorias, aunque no eran malos. Leopoldo Lugones leía los discursos que previamente había redactado. Ramos rompió esa regla: eran tan grande con la pluma como con el verbo  improvisado. Hablaba con una voz fuerte y clara, manejaba magistralmente los tiempos, los silencios, los énfasis. Las metáforas brillantes, las ironías apabullantes y las síntesis acabadas brotaban de su boca en un torrente armonioso que entusiasmaba y educaba. Interpelaba simultáneamente al corazón y a la inteligencia de sus oyentes. Recuerdo todavía una mesa de debate histórico que organizamos allá por mediados de los Sesenta en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo, en la cual participaron Terzaga, Fermín Chávez y el “Colorado”. Él centralizó todo el interés y casi todas las preguntas de un público muy variado que llenaba el auditorio. Al responder la última, transformó la contestación en un discurso político de alto voltaje. Se paró ante la mesa, con sus dos manos sobre ella y dio rienda suelta a su oratoria, ante el fervor creciente de la gente. Cuando terminó, todos –estudiantes, curiosos, docentes en busca de puntaje- lo aplaudieron fervorosamente de pie, ganados por su fuego y la sinceridad de sus palabras.

En Bolivia, en Uruguay, en Chile y en las provincias argentinas que recorrió, siempre su verbo atrajo jóvenes entusiasmados a las filas del socialismo nacional. Era un escritor magistral, como lo revelan sus libros y sus innumerables notas y artículos. Pero no sólo escribió magistralmente. También hizo escribir y despertó vocaciones. Siempre con extrema delicadeza, sugería temas a los más jóvenes, les señalaba los desarrollos posibles y –una vez escrita la obra, si era de valor,- la editaba generosamente. No sentía esos celos propios de loa intelectuales pequeñoburgueses que se disputan la figuración ni temía competencia alguna de ningún compañero talentoso. No sentía odios personales; sólo tenía enemistades  políticas. Por ello, cuando alguien que lo había combatido se acercaba a las filas de la Izquierda Nacional, lo recibía con los brazos abiertos, sin rencores, y hasta le daba el protagonismo que merecía en sus revistas o editoriales. Tal sucedió, por mencionar algunos, con los hermanos/rivales del grupo “Frente Obrero”, concretamente con Ernesto Ceballos o el mismo Aurelio Narvaja. O con los hijos pródigos que al cabo de los años volvían a las filas que habían abandonado: González Trejo, Blas Alberti o Luis Alberto Rodríguez.

Tuvo, naturalmente, sus lados oscuros –cierta propensión inconsciente hacia el autoritarismo quizá natural en todo liderazgo, cierta displicencia en cuestiones economicas- pero en el balance personal global sus cualidades de revolucionario e intelectual pesaban mucho más. Por ello disfrutó de la amistad de otros grandes intelectuales como nuestro Alfredo Terzaga, prácticamente el único en Córdoba que lo tuteaba, o el profesor chileno Pedro Godoy, el eminente uruguayo Methol Ferré y el escritor, periodista y senador boliviano Andrés Solís Rada. Donde él estaba presente, no podía pasar desapercibido, fuera una mesa de café, un congreso, o una tribuna compartida. Su personalidad se imponía a todos. Ernesto Sábato -con quien fundara en 1941 en Punta Alta, el Partido Obrero de la Revolución Socialista- lo hizo personaje (el pelirrojo Méndez) de una de sus novelas; y don Arturo Peña Lillo, el mítico editor del pensamiento nacional, decía de él en sus “Memorias de Papel” que si no se hubiese dedicado a la política habría “sido el novelista más brillante de Latinoamérica”, superior a García Márquez o Vargas Llosa. Manuel Gálvez se refirió elogiosamente a sus libros. Los verdaderos irigoyenistas, como el cordobés Mario Roberto, constituyente y diputado por el radicalismo, lo admiraban. Perón –uno de los militares más cultos de su generación- le daba trato de “estimado amigo” en sus cartas y la dirigencia histórica del peronismo lo respetó siempre. Ramos no odiaba a nadie por sus ideas –unicamente a los vendepatrias- pero ¡ él sí que fue odiado! Lo odiaban los plumíferos de la oligarquía, que manejaban todos los accesos al prestigio intelectual; los políticos venales, los mixtificadores de la vida cívica, el grueso de la pequeñoburguesía universitaria y porteña, y la izquierda antinacional y cipaya. “Primera Plana” encontró espacio entre sus páginas para “ningunearlo” y exponerlo policialmente; Codovilla y Ghioldi destacaron a su cáfila de escribidores para difamar a él y a nuestra corriente de ideas en un número especial de “Cuadernos de Cultura”. Milcíades Peña –autor de una interpretación errónea y absurda de la historia argentina- lo injuriaba, enfermizamente, cada vez que podía, sin motivo alguno.

Y sin embargo, este hombre admirable por tantos aspectos, nos defraudó al final de su vida. Él había predicado durante cuarenta años que los socialistas debían acompañar fraternalmente a las masas populares, integrarse como ala izquierda al movimiento nacional aunque éste estuviese momentáneamente dirigido por la burguesía, porque cuando esta clase abandonara sus banderas antiimperialistas, sólo la Izquierda Nacional las recogería para profundizarlas y encaminarse al socialismo. Adaptación flexible y aparentemente realista de la teoría trotskista de la Revolución Permanente. Así lo hizo hasta 1989, pero cuando –en este momento histórico- el menemismo traicionó las consignas de Perón y la Revolución Nacional, cuando hubo llegado el momento de levantar las banderas que Menem pisoteaba, Ramos, en lugar de asumir la tarea que había predicado incansablemente, ¡salió apoyando a Menem y aceptando representarlo como embajador en Méjico! No sólo no levantó las banderas resignadas, sino que entregó las nuestras: dispuso la afiliación al peronismo menemista. No había querido aceptar una alianza con el justicialismo en 1973, cuando éste vivía un reverdecimiento revolucionario, pero sí aceptó ser funcionario de un régimen peronista neoliberal, entreguista y depredador. Su caso recuerda patéticamente al del teórico ruso Jorge Plejanov, que toda su vida predicó la revolución socialista en su patria, y cuando ésta al fin se produjo en 1917, la desconoció y la enfrentó acerbamente. El caso de la capitulación in artículo mortis de Ramos, necesitará no solamente de los auxilios de la sociología y la política, sino de los de la psicología misma para una explicación desapasionada y seria –que nosotros no intentaremos ahora, aunque otros hayan esbozado la suya. Sólo diremos que esta defección –cuyos motivos no juzgamos y nos causó en su momento tanta amargura e indignación- se encuadra en la categoría histórica que Salvador Ferla denominó “del Líder Desertor”. Desertor de su destino. Se refiere a aquellos dirigentes políticos a los cuales la Historia –vale decir el conjunto articulado de los acontecimientos precedentes- ha preparado para desempeñar un determinado rol, y que llegado el momento para asumirlo, desisten de él, se niegan a desempeñarlo, reniegan de su destino Ferla lo ejemplificaba con  Santiago de Liniers: con un enorme prestigio militar y político derivado de su protagonismo en las Invasiones Inglesas, enfrentado por los españoles y apoyado por todas las milicias criollas, estaba destinado por los hechos para cumplir el papel de Jefe de la Revolución de Mayo. Como tal lo esperaban los patriotas. Pero producido el 25 de Mayo, Liniers se niega a los requerimientos de los revolucionarios y prefiere transformarse en adalid de la contrarrevolución monárquica.

El esquema es aplicable a Ramos: cuando llega el momento de la traición menemista a la Revolución Nacional, él era el mejor preparado –por sus intachables antecedentes de patriota y revolucionario, por el respeto que le prodigaba el peronismo histórico y el conjunto del movimiento nacional, por su jerarquía intelectual y por su audacia política- para asumir el rol si no de Jefe único, al menos de uno de los más importantes jefes de la Revolución Nacional. Si él hubiese tomado esa posición, se habría convertido en el centro aglutinador de una gran parte del movimiento nacional, desconcertado y desorganizado por la entrega de Menem al imperialismo. Pero no supo o no quiso hacerlo. Desoyó a la sociedad que andaba buscando un eje de reagrupamiento nacional. Pero la necesidad no desaparecía con su capitulación, y tanto es así, que a falta de un Ramos, el movimiento nacional se tuvo que conformar con un Rico, con el déficit de jerarquía que tan reemplazo significó. El teniente coronel Rico, -al que algunos de nuestros amigos siguieron (“a falta de pan, buenas son tortas”) también capituló ante el peronismo, aunque esta vez fué ante el duhaldismo, aliado inicial del menemismo.

Como dice el “Dieciocho Brumario”, la historia se repite dos veces: la primera como tragedia, la segunda como comedia. O lo que es igual, en nuestro escenario argentino: la primera con Ramos y la segunda con Rico...

Pero digamos en honor de Jorque Abelardo Ramos que su sistema de ideas era tan sólido –por su verdad intrínseca y por la sinceridad con que había sido impartido- que resistió a la capitulación de su propio constructor. Los más importantes dirigentes y publicistas de la Izquierda Nacional no lo siguieron en el lamentable camino que había tomado. Abandonaron al hombre para poder permanecer fieles a los ideales que ese hombre les había enseñado como dignos de ser seguidos y vividos. No lo siguieron ni Guerberof, ni Blas Alberti, ni Cesarini, ni Gargiulo. No lo siguieron Campi, Dargoltz, Galasso, Spilimbergo, Mondazzi, Víctor Hugo Saiz, Fredy Terzaga, Castro, Fodor, ni Brusaferri, ni tantos otros cuadros y militantes sencillos de las bases. Yo mismo, con el cariño y el respeto que le tenía, me negué a acompañarlo en esa aventura.

Sí lo siguieron hombres de segunda línea, arribistas, los que habían tomado al FIP como escalón para saciar sus apetitos personales, gente sin carácter y sin fe, o demasiado confiados en la astucia política de Ramos, el gran flautista de Hamelin que los conducía al abismo y los constituía de hecho como el “ala nacional del bando imperialista”... (Hoy muchos de ellos “han vuelto arrepentidos a la casita de los viejos” como dice el tango y es una obligación de hidalguía recibirlos sin rencores).

Por ello podemos decir que el “Colorado” cerró sus alas ya antes de morir, “pero la antorcha lucífera no se apaga nunca, cambia de manos. Cada generación abre las alas donde las ha  cerrado la anterior” (José Ingenieros.) De aquel primer Ramos que con las alas de su pensamiento poderoso y su actividad infatigable volaba soberano por sobre el aleteo gallináceo de la izquierda adocenada y antinacional, de ese Ramos, digo, quiero acordarme más en este décimo aniversario de su partida. Del otro, del último Abelardo, de ese, ya me estoy olvidando. Su legado teórico y político es tan grande que merece que lo recordemos y lo apliquemos obviando la conducta de su triste final.

Córdoba, 2 de octubre de 2004.

ROBERTO A. FERRERO

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