Por Nestor Gorojovsky
El 15 de enero se cumplió el centenario del asesinato de
Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, su camarada en la política de oposición a la
participación de Alemania en la Primera Guerra Mundial. Ambos murieron junto a
miles de otros alemanes, fusilados por el pecado de lanzarse a la toma del
poder en un país imperialista para reemplazar al gobierno de la burguesía por
el de los trabajadores.
Esa masacre fue un crimen político perpetrado por una
alianza de social demócratas y neoliberales, no demasiado diferente a la que
rige hoy los destinos de Alemania. Y, si se nos permite la aparente (sólo
aparente) exageración, tampoco tan distinta de la alianza de radicales
(socialdemócratas) y conservadores (neoliberales) que caracteriza al régimen
semicolonial de Mauricio Macri.
Al menos 20.000 personas (el doble que el año pasado)
participaron del homenaje, desafiando un temporal inclemente, el 15. Pero
durante todo el domingo pasado y hoy, muchos miles más peregrinaron a los
sitios de la memoria de los mártires de la derrotada revolución proletaria
alemana de 1919. El crecimiento en las filas no es poco significativo, si se
tiene en cuenta que la biología hace su tarea y quedan cada vez menos ex
ciudadanos de la Alemania Oriental con vida.
Salvo bajo el nazismo, Rosa Luxemburgo siempre fue
homenajeada en Berlín. El régimen hitleriano, tan deseoso de que el pueblo
alemán olvidara el pasado como el actual régimen gobernante en la Argentina,
vació las tumbas y hoy están vacías. Sin embargo, ni Karl Liebknecht ni Rosa
Luxemburgo fueron borrados de la historia, del mismo modo que la oligarquía no
ha podido borrar en la historia y la memoria popular de los argentinos a los
dirigentes que la han combatido, a los que permanentemente, enloda, oculta,
insulta o ataca con su justicia mañosa y clasista.
Rosa (a quien junto a Liebknecht el gobierno imperial había
encarcelado por oponerse a la guerra) creyó en noviembre de 1918, junto a sus
compañeros, que sus anhelos de poner fin a todas las guerras en un mundo
socialista estaban a punto de hacerse realidad.
Un año antes, los socialistas revolucionarios, dirigidos por
Lenin y Trotsky, se habían hecho con el poder en Rusia, demostrando que era
posible hacer que los ciudadanos comunes, incluso en un país tan atrasado como
ése, se ocuparan de la política sin dejar que lo hicieran las clases acomodadas
y autodenominadas "cultas".
Pero Rusia era un país demasiado atrasado. No podía liderar
una revolución mundial que pusiera fin al colonialismo, al imperialismo y al
capital monopolista, y los líderes de esa revolución se desesperaban por ser
solamente la chispa que desatara el incendio final del mundo burgués en Europa
occidental, empezando por Alemania.
Ese noviembre de 1918, los marinos de la armada alemana se
alzaron contra la orden de salir a combatir contra la flota británica, fueron
reducidos y puestos en prisión. Una rebelión de los trabajadores de los
astilleros de Kiel los liberó. Los soldados enviados para someterlos imprimieron
a sus armas un giro de 180 grados, y de ese modo hicieron terminar la Primera
Guerra Mundial y liquidaron el Imperio Alemán.
Inmediatamente se pusieron en marcha hacia Berlín para
unirse a los trabajadores, en un acto de heroico arrojo que pusiera punto final
al régimen burgués alemán y no solamente al imperio de los Hohenzollern.
Ante los cientos de miles de trabajadores que se sumaron a
esa causa, Karl Liebknecht anunció una nueva República Socialista de Alemania
desde el palacio, desierto, del Kaiser, que ya había huido hacia Holanda, donde
vivió hasta la década de 1940.
Pero los dirigentes socialdemócratas, hasta ese momento
partidarios de la paz social a toda costa, se alzaron contra esos obreros (que
habían constituido la flor y nata de su partido y del proletariado europeo en
general). A pocas cuadras del palacio imperial ahora vaciado, llegaron a un
acuerdo con los conservadores para restaurar el orden burgués. Eso fue conocido
como "República de Weimar", y su primer presidente fue el jefe de los
socialdemócratas, Friederich Ebert.
En secreto, Ebert y su grupo se unieron a los generales
derrotados para acabar con la monarquía pero manteniendo el gobierno de los
ricos, salvándolo de la ira de un país hambriento. Medio millón de personas
manifestaron en Berlín contra ese continuismo, pero la derrota militar había
destruido los medios de vida de la población, que pronto anheló la paz a cualquier precio.
El socialdemócrata Ebert pidió a otro socialdemócrata, su
ministro de guerra Gustav Noske, que aplastara la rebelión. Noske atacó las
manifestaciones con bandas paramilitares de aristócratas y hampones, con armas
en perfectas condiciones. Karl y Rosa, escondidos, que habían ayudado a fundar
un Partido Comunista dos semanas antes, pronto fueron encontrados y fueron
asesinados en la misma noche.
Cuando el consenso de Weimar se rompió en la gran crisis
capitalista de 1930, millones de votos pasaron de los socialdemócratas a los
comunistas, ya por entonces, desgraciadamente, dominados por la
contrarrevolución stalinista de Rusia. La interna del socialismo terminó
anulando a socialdemócratas y comunistas. El sectarismo del Partido Comunista,
pese a las advertencias de un Trotsky en el exilio, no pudo distinguir al
nacionalsocialismo de la socialdemocracia. Aprovechando esa debilidad, la
burguesía alemana, la misma que gobierna hoy ese país (las mismas empresas, las
mismas familias, incluso) volvieron utilizar el hampa y el matonaje para
mantener el orden interno. Después de provocar más de cincuenta millones de
muertos y dejar en ruinas gran parte de Europa hizo pagar la cuenta a los
fanáticos de Adolf Hitler. Y sigue haciendo sus negocios.
Hoy, Rosa y Karl parecen derrotados y vencidos para siempre.
No se ven perspectivas de una revolución socialista en el futuro inmediato en
ninguna parte. Pero lo que sí se puede ver, después de la crisis (no cerrada)
de 2008, tan parecida a la de 1930, es una creciente insatisfacción de los
trabajadores, cuyas derivaciones el imperialismo conoce bien.
Esa insatisfacción no encuentra un cauce revolucionario que
inquiete al poder mundial, fortalecido por la caída de la Unión Soviética en
1989. Pero sí lo inquietan, y en especial al gran rector de la política
burguesa planetaria, Estados Unidos, las consecuencias de su propia victoria,
no totalmente desconectadas, por cierto, de los principios que defendían los
mártires de 1919.
Es que el imperialismo, para alcanzar su objetivo de
destruir la URSS, no trepidó en abrir las puertas a la China sin exigirle un
retroceso del régimen comunista al dominio de la burguesía sobre el país.
China, controlada centralmente por una burocracia de Estado que goza de la simpatía
de las masas, ha usado el capitalismo como una llave de arte marcial.
Gracias al apoyo estadounidense contra Rusia, China lanzó un
equivalente de la Nueva Política Económica leninista -introducción de formas
capitalistas de producción bajo la supervisión estricta de un estado que
controla las "alturas dominantes" de la vida nacional- de gigantescas
proporciones. Y está hoy cada vez más cerca de igualar la potencia tecnológica
y productiva de Estados Unidos. Al mismo tiempo, y en parte como resultado de la
destrucción provocada por la desaparición de la Unión Soviética, la Rusia de
Putin le brinda a China la protección militar imprescindible para sostener ese
sistema que carcome los cimientos mismos de la explotación de los países
oprimidos por las grandes naciones imperialistas.
No podemos sino esperar un recrudecimiento de la agresividad
imperialista a escala mundial, y vuelve a ensombrecer nuestro futuro hasta el
fantasma de un enfrentamiento termonuclear. Las palabras de Rosa sobre el
capitalismo se revelan tan reales como siempre:
"La sociedad burguesa se encuentra en la encrucijada,
ya sea en la transición al socialismo o en la regresión a la barbarie".
Otro que es reivindicado por la historia es Karl Liebknecht,
quien ante los trabajadores de Berlín aseguró:
“Los vencidos de hoy serán los vencedores de mañana ...
vivamos o no para vivirlo, nuestro programa seguirá vivo; prevalecerá en un
mundo de humanidad rescatada, ¡a pesar de todo!"
Esa fe en el género humano es la que mueve a todos los
revolucionarios del mundo, cualquiera que sea su ideología. Del otro lado, no
hay otra perspectiva que la aniquilación. Rosa Luxemburgo vive en cada
militante que combate al imperialismo en cualquier rincón del planeta.
Hoy, en nuestra patria, en nuestra circunstancia, el
imperialismo se llama Mauricio Macri, y solamente si nos aprestamos a
aplastarlo en las urnas en la primera vuelta de las presidenciales de 2019
habremos cumplido con el deber de humanidad a que Rosa nos convoca. Parece
insultante invocar a Rosa Luxemburgo para llamar a liquidar políticamente a
personaje tan pequeño como Macri, pero la alianza cipaya gobernante, como
dijimos antes, no es tan distinta de la que la asesinó en 1919.
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