El presente texto sobre la situación producida en Brasil a
partir de la primera vuelta en las elecciones presidenciales de ese país en
2018, que tuvieron lugar con la ilegal prisión del candidato preferido del
pueblo brasileño, Lula da Silva, fue preparado por la compañera de Patria y
Pueblo Laura Gastaldi y representa
la posición oficial de nuestro partido político ante las dramáticas
circunstancias que vive el país más extenso y la mayor economía de América
Latina.
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El triunfo de Bolsonaro en Brasil nos dejó perplejos y
buscando categorías de análisis que expliquen el fenómeno. De repetirse el
resultado en el balotaje, esta parte del continente quedará al borde de una
tragedia.
Para entender el porqué de esta victoria aplastante,
empecemos por despojarnos de la idea de un pueblo derechizado o neonazi o de
calificar a los votantes como “bolsiminios” (el equivalente local a: “globerto”
o “globoludo”). Interpretación carente de sentido, si tenemos en cuenta que el
mismo que se afirma partidario de Lula, luego se inclina por Bolsonaro.
De lo anterior se desprende que la volatilidad del voto
puede interpretarse como un indicio de una crisis de representatividad de los
partidos políticos. O más precisamente de un alejamiento de la identidad de las
mayorías con los partidos populares y con el movimiento nacional, y no de un
pueblo volcado al exterminio y la purificación de la raza. Aún nutran con su discurso, a sectores racistas que Brasil
arrastra desde la época de esclavitud. Las lealtades populares varían si no
asistieron a una transformación profunda de la sociedad.
Jair Bolsonaro no es precisamente un outsider de la
política. Hace casi treinta años que deambula por la misma. Sí es ajeno a los
partidos tradicionales, y esto se convierte en un hecho relevante, puesto que
su presidencialismo casi inminente rompería con más de dos décadas de lo que
podríamos denominar como bipartidismo.
Los últimos 23 años de la historia política de nuestro país
vecino estuvieron marcados por dos partidos
predominantes y mayoritarios. El Partido de los Trabajadores (PT), de
centro izquierda, y el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), de
Fernando Henrique Cardoso, representante político del establishment. Este
último, durante sus gobiernos de 1995 a 2003,
implementó el Plan Real que incluyó privatizaciones y apertura
financiera, pasando a ser la principal fuerza de oposición, luego del triunfo
del PT.
Bolsonaro viene a romper con éste bipartidismo presentándose
como una alternativa al desencanto y a la profunda crisis política y económica
que atraviesa Brasil. Con el único líder popular con capacidad de volver a
ganar elecciones arbitrariamente preso, y con el candidato natural del poder económico (Alkmin del PSBD) sin
posibilidades de acceder por el voto, el establishment vuelca sus expectativas
sobre este personaje incierto.
Dispuesto a restaurar el orden moral desgastado por la
corrupción, con un provocativo discurso racista y en contra de minorías, se
presenta con una campaña que ofrece seguridad y balas ante el caos que se vive
en las grandes urbes cariocas.
El PT desorbitado, con un candidato desconocido que ni
siquiera pudo mantener su alcaldía en Sao Pablo, lo enfrenta con respuestas que
atienden a derechos civiles, en lugar de plantear propuestas de un nuevo
programa económico dispuesto a revertir la estructura dominante y otorgarles a
las mayorías su lugar en la sociedad. La
triste elección de Dilma en Minas, superada por tres desconocidos, fue otro
síntoma de que hacer campaña denunciando el golpe que la destituyó, pero sin
propuestas, es rechazado por el electorado.
El electorado de la
octava economía del mundo
Uno de cada diez brasileños es analfabeto, y es el país con
más católicos del mundo. Es muy bajo el número
de ateos/agnósticos (7% contra 23% de Argentina y promedio en general de
países desarrollados). También es abrumador el porcentaje de protestantes, de
las nuevas iglesias evangélicas. La estrategia de ser un candidato aliado a la
Iglesia Universal del Reino de Dios y otros agentes del imperialismo, no puede
enfrentarse con campañas a favor de las libertades individuales y otros
fetiches del posmodernismo occidental.
Lo que no dice Bolsonaro tan abiertamente, es que está dispuesto
a llevar adelante una política económica ultraliberal con quién sería su
“superministro” de economía, Paulo Guedes. Un chicago boy formado en la cuna de
las doctrinas de Milton Friedman, que viene con su manual de recetas bajo el
brazo: reducir la deuda pública mediante privatizaciones, restricción
monetaria, y partidario del cambio del sistema previsional hacia un régimen de
concesiones individuales, similar al chileno. Economía que Guedes conoce,
puesto que se desempeñó como asesor durante la dictadura liberal y antinacional
pinochetista. De hecho, al concluir la primera vuelta, el presidente de Chile
Sebastán Piñera apoyó publicamente a Bolsonaro para el balotaje.
Bolsonaro cuenta además con el apoyo de las FFAA, que
pretenden erigirlo como su representante, en lo que algunos suponen será el
regreso del partido militar al poder político. Al respecto, el diario Ámbito
Financiero publicó el día de la elección en Brasil una entrevista realizada por
Marcelo Falak a un alto mando de las fuerzas armadas que no revela su
identidad. Allí, la “alta autoridad de las Fuerzas Armadas brasileñas, que
desempeña un rol institucional relevante”, según consigna el diario,
expone la alineación del sector militar
con EEUU, y relata que Bolsonaro fue
elegido y entrenado por las fuerzas para cumplir esa función desde el año 2014.
Además, declara abiertamente el propósito de llevar adelante un programa
económico ultraliberal.
¿Dónde fue a parar el Varguismo?
El actual sistema de partidos mayoritarios, es producto de la
apertura democrática que ideó la dictadura militar a principio de los ochenta.
Cuando sus fines habían sido cumplidos, las transformaciones en la economía
encaminadas y en vistas de que la política de EEUU alentaba en los años de
Jimmy Carter la vuelta a las democracias, el astuto General Golbery do Couto e
Silva diseña la salida con dos nuevos
partidos: Alianza Renovadora Nacional (ARENA) el partido militar, y el
Movimiento Democrático Brasileño (MDB), que agrupa a todas las fuerzas de la
oposición. Aprovechando las fracturas y conflictos dentro del movimiento
obrero, que terminaron de fragmentar a los sectores de izquierda, la dictadura
se asegura que el Partido Laborista de orientación varguista no vuelva al poder. Lula aparece así en la
escena política nacional en franca competencia destructiva con Brizola, el
heredero de Vargas, ganador asegurado de las primeras elecciones libres y
limitando así al partido de Vargas, a ser una minoría.
Getulio Vargas, fue el equivalente y contemporáneo a Perón
en Argentina. Oriundo de una ciudad de frontera
que le forjó la conciencia geoeconómica latinoamericana, y de una
familia ganadera orientada al mercado
interno. El mejor presidente en la historia del Brasil. Fue quién catapultó a
la economía brasilera hacia su desarrollo moderno. Impulsó el crecimiento de
una burguesía industrial con base en Sao Paulo, a costa de la renta de la
antigua oligarquía agroexportadora de los señores del café.
De este modo, como suele ocurrir en las experiencias
nacional populares de las semicolonias, el Estado funcionó como sustituto de
una burguesía inmadura, formulando una política nacional con el único factor
centralizado de su época: el ejército. Apoyado
en la cada vez más numerosa clase trabajadora, que protagonizó el
ascenso social y vio ampliados sus derechos (aunque sin llegar nunca a los
niveles de organización Argentinos).
Pero fueron la oligarquía y éste Franquestein Paulista (por
la burguesía de San Pablo) quienes, al igual que aquí al peronismo, terminan
derrotando y truncando el proceso iniciado por Vargas, empujándolo al
suicidio. Es así, como al igual que al
Peronismo, el movimiento nacional es derribado por las mismas fuerzas y clases
sociales que no se atrevió a destruir. Con la derrota del Varguismo, comienza un período de ingreso de capitales
extranjeros en la economía. Éste desarrollismo, fue la modalidad del
imperialismo moderno de insertarse dentro de la economía y transformarse en un
factor interno de poder.
El Estado deja de ser el sostén de la burguesía, para pasar
a estar supeditado a ella, y esto se consolida
y afirma con la dictadura militar del 64
al 83. Se afianza así una clase social poderosa, la burguesía Paulista,
no ya nacional, si no “bandeirante”, ligada con estrechos lazos al imperialismo
y a la antigua oligarquía latifundista.
Con un funcionamiento extractivo y centrífugo de las riquezas del interior
hacia éste centro (equivalente a nuestra ciudad puerto) se convierte en clase
dominante. El Estado Novo hegemonizado ahora por la burguesía y no a la
inversa, se asocia también a capitales imperialistas, al cual en buena medida,
termina sirviendo.
Esta estructura de poder no fue alterada durante ninguno de
los gobiernos que sucedieron a la dictadura. Tampoco por el PT. Los gobiernos
de Lula redistribuyeron la renta de las exportaciones primarias sacando de la
pobreza a 40 millones de compatriotas y ampliando así el mercado interno,
llevando a un círculo virtuoso de crecimiento de más de una década. Esto
comienza a resquebrajarse con la caída del precio de las comodities, con la
desaceleración del crecimiento chino (uno de sus principales mercados), y con
las políticas ortodoxas llevadas a cabo principalmente durante los gobiernos de
Dilma, de control de inflación con restricción monetaria.
Sin ninguna intención de discutir que los Gobiernos de Lula
fueron los mejores que tuvo Brasil desde el varguista João Goulart, podemos
presuponer que el retroceso que vivimos por estos días, tanto en Argentina como
en Brasil, responde a razones similares, aún más graves que en las anteriores
derrotas de los movimientos nacionales.
Así como al kichnerismo le faltó “peronismo” (y no me
refiero a cuestiones tácticas dentro del partido, sino a la trágica ruptura con
el movimiento obrero, a la imposibilidad de controlar el comercio exterior, a
las medidas muy débiles y tardías para evitar la fuga de capitales, a los
intentos de un desarrollismo que terminaron concentrando aún más la economía en
manos extranjeras, etc.); al PT no sólo le faltó, sino que ni siquiera
representa la tradición y la herencia varguista.
Es la geopolítica,
estúpido
De la misma manera que a Bill Clinton su asesor de campaña
le colgó el famoso cartelito “la economía, estúpido”, para que no olvide
enfocar su estrategia a las necesidades
reales de la gente, a nuestros dirigentes deberíamos recordarles que conocer la
geopolítica es lo único que nos permite actuar en consecuencia y aprovechar las
ventajas que un momento histórico de debilidad o conflicto interimperialista
nos puede otorgar a los países semicoloniales . La única política es la
política internacional, decía Perón.
En el actual ajedrez mundial, con un mundo que dejó de ser
unipolar, en el medio de la guerra declarada entre EEUU y China por los
recursos naturales, por los mercados y por el desarrollo tecnológico, y donde
la hegemonía del capital financiero internacional se encuentra en crisis, la
pregunta principal que cabe hacerse es ¿cuál será la posición de nuestro
continente en ese tablero?
No debe sorprendernos que EEUU vuelva a desplegar influencias
en su patio trasero, descuidado desde la administración Obama, ocupada en
Oriente medio. Los recursos naturales, la extracción del excedente financiero
por medio del endeudamiento y el control del mercado deprimido pero numeroso,
no se lo va a ceder a China tan fácilmente.
La injerencia de los Estados Unidos en la región se
cristaliza en la operación Lava Jato, en donde hubo participación del
Departamento de Justicia yanqui, y significó una crisis política severa, además
de ser la antesala de la privatización de la empresa petrolera. Controlar
Brasil es controlar todo el cono sur, aún sin necesidad de que caiga la
industria, con capacidad sobrada de ocupar todo el mercado latinoamericano en
detrimento del resto de los países.
Más preocupante aún es
un partido militar dispuesto a entregar la patria como nunca en su
historia. Si bien Bolsonaro todavía es
una incógnita, la probabilidad de un destino trágico para nuestra América
está a la vuelta de la esquina.
No es momento de pelear por el machismo, ni por los derechos
sexuales, ni mucho menos entrar en disputas retóricas con nuestra gran aliada
en esta empresa que hoy es la iglesia católica, sin antes sentar banderas firme
en la defensa del interés nacional y latinoamericano. Hoy más que nunca es un
deber enfrentar al imperialismo con un
programa de liberación nacional,
que implique la convicción profunda de enfrentar a las clases sociales que
históricamente nos han aplastado, y que contemple para ello la necesidad de
democratizar el Estado.
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